Querer entender a Berlín es asumir una actitud que, como no sea al psiquiatra, no conduce a ningún sitio.
Mejor es dejarse llevar por la mano de una ciudad bizarra que vestida de neón no defrauda a nadie. Por ahí, en algún sitio -de nada sirve dudarlo- hay una mujer otoñal que bailando espera la llegada de su Humphrey Bogart; o un Humphrey Bogart que, harto de sí mismo, desea que a sus espaldas, entre sudor, humo de cigarrillo y alcohol metabolizado, aparezca Ingrid Bergman para redimirlo ¿Siempre tendremos Berlín? No, Berlín nunca es para siempre.
Un violinista callejero hace sonar el Ave María de Schubert para despertar a Berlín y ganarse unas monedas, aunque bien es cierto que nadie ha dormido. El Nacht Bus va recogiendo a tantos seres tan dispares y distintos que bien podría tratarse de una versión postmoderna del Arca de Noé. Suben el punk y su pastor alemán que se dirigen hacia ningún sitio, pero siguen juntos y se les mira felices. Abordan las prostitutas, los indigentes, la pareja de adolescentes que quizá mañana despierten juntos sin haber intercambiado entre sí la contraseña de sus nombres. Más tarde un francés, un turco, un vendedor peruano, una italiana, un judío. Convoy de damnificados que, gracias al cielo, no se dirige a Auschwitz sino a casa, y recorre las calles de Berlín custodiado por la fragilidad de unos cuantos locos que pedalean invencibles por Mitte, Wedding, Prenzlauer Berg, Schöneberg, Kreuzberg, Tiergarten….
Es entonces que alguien saca de su bolso un papel amarillo que compró a el más mitológico de los animales modernos: un vendedor de poemas con sombrero a lo Rembrandt, chaqueta amarilla y tristeza en la mirada. Se ajusta los cascos y lee:
(...) ¡Qué exuberancia
en este loco mundo
sobre este barco bamboleante!
Pero así es la vida extrañamente bella
y me gustaría, como ayer
morir en un nuevo día,
el que ya me ilusiona,
cantando abrir mi hogar de flores y
jugar con todo lo que allí hay y llega
en el circo de la vida
variopinta.








