viernes, 4 de diciembre de 2009

Cierro los ojos...

Creo que nunca deseé algo con tanta fuerza como volver a casa por unos días, a esa donde en invierno siempre suena el jazz y donde se improvisan bailes de a dos en la cocina. Encontrarte junto a la chimenea leyendo, probablemente a algún autor inglés, y tomando tranquila, sorbos delicados de una taza de chocolate caliente. Sorprenderte a tus espaldas con el regalo que te llevo, aquel que nunca pude hacerte porque siempre tuve dinero para comprarte otras cosas sin valor. Ahora te llevo fotografías, una historia que he compuesto para ti con todas esas imágenes que estaban en un viejo bolso encima del armario de la casa del campo del abuelo, y que me traje a escondidas, cuando yo creí que metía mi vida en el maletero de mi coche hace tres meses.

He vendido dos fotografías en una exposición que hice en un bar de la ciudad en la que vivo. Con el dinero, he comprado unos vinilos para que suenen en casa en Navidad. Ya sabes que a él siempre le gustaron más los sonidos que vienen de la aguja. Con lo que me sobró, me compré un cuadro para el salón de mi nueva casa. Es el cartel de la película "Blow Up", esa que a ti te resultó "ab-so-lo-ta-mente-te-dio-sa, y con la que yo tengo una especial relación, más de odio que de amor. También me dio para un par de botellas etiqueta negra de Johnnie Walker; el frío lo llevo fatal, y a mí el chocolate caliente, discúlpame, sí que me resulta tedioso. No sabes cuánto.

¿Sabes qué extraño? Los silbidos. Aquí la gente no silba por la calle ¿Lo puedes creer? No fue hasta hace poco hasta que me di cuenta de su ausencia; cuando paseaba por las calles notaba que faltaba algo (también que sobraba) pero yo no sabía el qué.

Me encantaría tumbarme en el sillón de pensar y ajustarme los cascos, tú me traerías una de esas rosquillas que siempre haces por estas fechas y me preguntarías por el sabor de la canela. Me quedaría dormida y al despertar, me descubriría arropada por esa mantita gris que te traje de mi primer viaje a Francia. Siempre es él quien me arropa y me quita el libro de las manos. Siempre lo hizo. Nunca nadie me lo dijo, pero yo lo sé. Luego, veríamos una de esas películas antiguas que tanto te gustan y con las que yo ligeramente discrepo, pero que en casa siempre se vuelven enormes, quizá por el calor del hogar, por la botella de Courvoisier y las rosquillas de canela, o quizá sólo sea, porque siempre me acaricias la espalda y me dices todas esas cosas sin hablar cuando me tumbo a tu lado.