domingo, 29 de marzo de 2009

De cinco a seis y cada 3x4

Solía pasar siempre a la misma hora.

Sus desgastados zapatos arrastraban por la acera tirando de un cuerpo estirado y robusto que dejaba escapar retazos de una fornida juventud. Sus manos, anudadas a la espalda, blanqueaban la calle con el humo de un cigarrillo negro a medio consumir. Siempre vestía un traje de chaqueta. Siempre el mismo. De un beige claro, gastado... oxidado y donde el lino había acogido sin rubor el paso del tiempo. La azotea de su cuerpo la coronaba un sombrero marrón que brindaba sombra a una tez oscura llena de surcos, y por donde alguna vez que otra, bajaba una gotita de sudor despistada que el atrapaba con un pañuelo solitario que sacaba del bolsillo de su chaqueta. El destello azul de unos ojos pequeños y escondidos dulcificaba su expresión. Y el, dulcificaba mis días.

Solía silbar una canción, lo cual para mi se traducía en una sutil felicidad que dejaba escapar de entre sus labios. Siempre silbaba la misma. La reconocí el primer día que la oí; mi despertar melómano coincidió con el descubirmiento de mi hermano del gran Sinatra , y por aquellos entonces, sus canciones solían subir en espiral por el hueco de la escalera de la casa de mis padres hasta mecerse en mis oídos. El siempre silbaba una de las de entonces y su rápido reconocimiento me hizo esbozar una sonrisa y despertar mi atención que ya siempre, y a esa hora, se centró en el.

Yo siempre lo esperaba en la puerta y a su paso, le daba los buenos días. El me regalaba una sonrisa y continuaba su camino hacia ningún lugar hasta que su silbido, el arrastrar de sus pies y sabe Dios qué más, se perdía calle abajo. A veces detenía sus pisadas en medio del paso de peatones, desanudaba sus brazos de la espalda y abrazaba a una mujer imaginaria con la que bailaba haciendo círculos las notas de su canción. La primera vez que lo vi de puntillas abrazando por la cintura al aire casi salgo corriendo a rellenar con mi cuerpo tan delicado vacío.

Una vez a su paso se detuvo ante mí y con una reverencia de la más digna de las princesas saco de su sombrero una margarita que sembró entre mis manos. Recolocó el sombrero en su desordenada cabeza con una serenidad enternecedora, y continuó su caminar sin destino. Yo le puse letra a los acordes silbados que ya comenzaban a flotar en el aire y le canté su canción. -Sos muy linda- me dijo, y me dedicó una sonrisa a la que acompaño la rubrica de unos pasos de su baile.

Me quedé observándole calle abajo con su margarita entre mis manos y al llegar a la altura del muro, aquel viejo adorable alzó la pierna para anudarse el cordón del zapato. Y mientras silbaba feliz y hacía la lazada, el pernil de su pantalón dejó adivinar un calcetín lleno de colores por donde asomaba la cara de Mafalda.

Después de un tiempo descubrí que más arriba de la calle había un centro psiquiátrico donde vivía mi viejo amigo, y que sus paseos correspondían a su la hora de recreo diaria. Estaba loco decían.

Y entonces yo, también deseé estarlo.


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