domingo, 18 de julio de 2010

De Heinekens

En contra de lo que acostumbro, llegué tarde. Llegué tarde y mal. Apenas había dormido la noche anterior, las tres horas de tren me dejaron destrozada y las otras dos callejeando por esa ciudad enorme, aturdida. Los dos chicos iban vestidos excesivamente correctos, previsibles y monótonos. La chica, fácil, simple y anodina; vestido azul pavo con cinturon marron y zapatos de tacón de Adolfo Dominguez. Su olor, a maderas, me recordo a una camarera que conocí (de cerca) hace años en un bar perdido de Barcelona,y quizá por eso, me resulto más cercana que ellos. Y más guapa. Yo aparecí uno vaqueros que se me caían, unas chanclas hastiadas de kilómetros que me trajeron de Brasil hace tres años, camiseta blanca que hacía honor a Jean Seberg y un sombrero marrón con flores azules y rojas y que no sé todavía por qué me puse. A la espalda llevaba una mochila con tres cámaras de foto que no me dio tiempo a soltar, de la misma forma que no me dio timpo a ducharme. Ni a cortarme el flequillo, que me tapaba los ojos. Ni siquiera a peinarme.

Bajamos a una terraza y comenzamos la entrevista. Ellos pidieron café e infusiones, yo, una Heineken alegando que no estaba en horario laboral. Consumimos casi dos horas hablando de mi, de mi curriculum, de mis expectativas, de mis proyectos a largo plazo y repasamos algunos de mis trabajos juntos. Sentí cierto purdor que solventé con una segunda Heineken.

Nos despedimos y volvi a callejear por la ciudad, a viajar en el maldito tren durante tres horas en las que descansé los pies en el asiento de enfrente y no dejé de mirármelos en todo el camino mientras escuchaba la música que salía de los altavoces del ipod de forma aleatoria. Apenas pensé en la entrevista, sin embargo sí pensé en los labios de la chica de azul pavo y en las ganas, por momentos, que me entraron de besarlos mientras me hablaba. También me imaginé unas siete vidas distintas para el próximo año y no me entro ningún ataque de pánico ante tanta incertidumbre, despues de todo había descartado otras siete.

Al día siguiente recogí todo. Otra vez. ¿Cabe la vida en el maletero de un coche? No, no cabe. Sobretodo si sigues acumulando libros, cuadros y fotografías. Y sobretodo si dejas a los 181cm con los que has compartido absolutamente todo durante el último año. Cuando estaba a ochenta kilómetros de la casa donde pasé 25 años de mi vida, tras seis horas al volante y mientras sonaba "Hurricane" de Bob Dylan en los altavoces de mi coche, sonó el teléfono:

"Le llamamos para felicitarla y comunicarle que ha sido seleccionada para disfrutar de la beca en Guatemala y en el Salvador. Estamos seguros que traerá el mejor reportaje del mundo de allí y no le garantizamos que en ninguno de estos dos paises vaya usted ha encontrar Heinekens"

Paré en la gasolinera siguiente y grité. Grité hasta que casi me quedé sin voz. Compré una Heineken. Me fumé dos cigarros.

Llegué a casa, mi madre tenía puesta música en el salón y terminaba de preparar la cena. Mi padré hacía hueco en el garaje para que metiera el coche. Cenamos en el jardín y tomamos vino blanco. No les gustó la idea.

Me vacuné, me compré una linterna, baterias para la cámara, navaja multiusos con abridor, un ipod con 72 gigas más que el anterior, dos adaptadores de corriente y unas zapatillas New Balance azules y grises. También me compré una cantimplora que me transportó a la infancia. Me corté el flequillo. Compré un cartucho de gambitas pequeñas y me senté en el puerto a ver el aterdecer. Lloré.

Y me voy.


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